La unión entre Merkel y Sarkozy no hizo más que atemorizar a toda Europa, especialmente al Sur. Y tal fue el pánico generado que los propios franceses decidieron dar un giro a la situación y votar a un candidato diferente, rompedor, dialogante, progresista. Aquel fue Hollande, del que se esperaba que retomara la nave europea para conducirla hacia un nuevo horizonte lejano para los intereses del liberalismo alemán. La expectación e ilusión inicial fue sustituyéndose por ingenuidad y desesperanza; la coyuntura no había cambiado un ápice y el peso de Francia en la Unión ha pasado a ser considerablemente menor respecto a su antecesor conservador. La nueva gran esperanza no parecía ser más que un mero espejismo en el desierto. O al menos había sido así hasta ahora.
El descontento en Francia es creciente y las medidas de austeridad impuestas por Alemania a sus socios mediterráneos han mermado notablemente en el balance comercial galo, que aguarda una intensa relación mercantil con sus vecinos de España e Italia. El desempleo se ha convertido en la gran preocupación francesa y, aunque sus cifras no sean siquiera próximas a las españolas, amenazan con alcanzar cotas históricas. En este contexto, el grupo socialista liderado por Hollande comienza a plantearse la capitanización de una verdadera oposición a las políticas recetadas desde Bruselas. Si la semana pasada ya se reunió el Presidente francés con el nuevo Primer Ministro italiano, Enrico Letta, ahora todo apunta a que puede nacer una nueva vertiente en Europa, crítica con la austeridad extrema y partidaria de estimular directamente la economía para el resurgimiento de la empobrecida ciudadanía comunitaria.
Sin embargo, puede que no sean más que gestos, amenazas que quedan en balde, mensajes de esperanza en una región lastimada y exhausta. Un Sur hastiado de padecer las regañinas alemanas, y una Alemania estricta que amenaza con no ceder y tensar sus relaciones con el resto de la Unión hasta el máximo de sus posibilidades −otra vez−. No concede terreno, solo comprende una bandera. Su liderazgo radica en la voluntad de un amplio sector de la sociedad alemana que acepta la sumisión de sus vecinos europeos a cambio de la cómoda situación que ello le proporciona a Alemania como Estado. Unos intereses que son demasiados elevados como para dejarlos marchar. Una Alemania en la que abundan los trabajos precarios, gran amenaza para la continuidad de la siempre pujante clase media europea, motor de las economías y de las naciones. Y Francia se desmarca como única vía alternativa, la única capaz de aunar esfuerzos para plantar cara al problema. Y tiene dos socios potencialmente importantes; tanto Italia como España se aferrarían a cualquier cosa que les llevara a distanciarse de las políticas aplicadas desde Berlín.
Y sin duda habría que comenzar a plantear nuevas suposiciones: ¿y si el proyecto unitario tuviera fecha de caducidad? ¿Llevaría ello a una multitud de diminutos estados compitiendo con las nuevas superpotencias? ¿Podría existir una Unión Europea sin Alemania? ¿Y una Unión de países mediterráneos perfectamente adheridos y con una moneda propia? ¿No sería esta última una nueva oportunidad comercial que permitiera explotar las emergentes economías de Latinoamérica, África y Asia? España, Italia, Francia, Portugal… todas ellas grandes naciones con pasado colonizador y futuro optimista. Nuevas relaciones con Latinoamérica, socios de las ascendentes ex colonias francesas, aliados de la nueva Brasil. Halos de esperanza para una comunidad mediterránea mancillada por la crisis y sus recetas.
Pero volviendo a la realidad, Merkel cuenta con grandes apoyos en el Centro y en el Norte del continente. Su postura inflexible agrada en Alemania y las crisis internas de los países periféricos resultan del todo beneficiosas para los planteamientos de su partido. O al menos por ahora. Tan solo cabe esperar que, algún día, caigan las fronteras entre la segunda, tercera y cuarta potencia europea y se decida poner freno al austericidio, borrar del mapa aquellas medidas que asfixian a la ciudadanía e iniciar una senda programada para las personas, para el empleo y para la prosperidad. Aunque si ni siquiera pueden aliarse los dos grandes partidos nacionales para pactar por el empleo, ¿qué esperanza hay de que lo hagan con otras naciones? Solamente el tiempo y la presión popular dictaminarán nuestro futuro. Foto: elmundo.es
Estudiante de Periodismo en la Universidad Cardenal Herrera-CEU. Sin experiencia pero con vocación. Aficionado del cine, la música, la literatura y el fútbol cuando es auténtico. Será por la inocencia de mi juventud, pero todavía creo en el buen periodismo.